Nació un enero y murió un enero,
cincuenta y cuatro años después, cuando había hecho mucho pero aún le
quedaba tanto por hacer y el cáncer de pulmón cortó de raíz sus planes.
Siguiendo su costumbre de titular con letras populares y de tango, hoy
sería el turno de “Veinte años no es nada”, ya que esos son los años que
se cumplen de su muerte. Tanto tiempo después, Osvaldo Soriano -y esto
le gustaría mucho a él, que sucumbía fácil a los complejos de
inferioridad- es un capítulo ineludible de la literatura argentina, más
allá de los debates, los cánones de ocasión y los gustos personales.
Su obra fue popular en el sentido
más amplio del término y sus fans cada tanto vuelven a la ruta de sus
historias mientras nuevos lectores se asoman por primera vez,
generalmente inducidos por algún fan. ¿Es un clásico Soriano? Parece
demasiado pronto para señalarlo, cuando aún hay muchos contemporáneos
que despliegan su admiración para conservar su memoria, sin embargo es
evidente que hay un nombre de autor y una obra compuesta por novelas,
relatos y artículos periodísticos –algunos de ellos, memorables- que
resisten como obstinada inscripción en la cultura argentina.
Osvaldo Soriano nació en Mar del
Plata un día de Reyes de 1943 y por los diferentes trabajos de su padre,
primero, y por las razones del exilio, después, su vida se fue
asentando en diferentes lugares: Tandil, Cipolletti, pueblos varios de
la Patagonia, Bruselas, París y sobre el final, a partir de 1984, Buenos
Aires, donde vivió junto con Catherine Brucher, su mujer francesa, y su
entonces pequeño hijo Manuel. Y junto con sus gatos, por supuesto, una
pasión tan arraigada en su universo como el fútbol, la política y las
discusiones de sobremesa con amigos.
Soriano no terminó la escuela
secundaria y apostó por el fútbol como carrera, pero perdió. La
literatura no era una presencia en sus primeros años y llegó recién
cuando traspasaba la adolescencia, a través de un libro: Soy leyenda, de
Richard Matheson. Luego comenzarían a llegar los clásicos de aventuras y
también la novela psicológica del registro de Dostoievsky. Mientras
trabajaba como sereno, comenzó a escribir ficción y acuñó la tradición
que lo acompañaría siempre, la de escribir durante la noche, “el horario
de los gatos”, sus “verdaderos asesores literarios”, como le gustaba
decir.
Ya convertido en el escritor
argentino más exitoso de su tiempo (habría que ver si alguien, antes o
después, superó aquellas marcas de récord, cuando cada noviembre un
libro nuevo vendía decenas de miles de ejemplares durante años o cuando
la editorial Norma llegó a pagar 500 mil dólares de anticipo por la
totalidad de su obra), su seleccionado literario incorporaba entre los
argentinos a Arlt, Cortázar y Bioy, mientras entre los extranjeros le
gustaban Simenon, Graham Greene y por supuesto Raymond Chandler. En sus
últimos años, apostaba por una literatura más refinada, por llamarla de
algún modo, y siempre estaba esperando “el nuevo Paul Auster”, así como
podía recomendar autores exquisitos y poco conocidos como el escritor y
periodista italiano Giovanni Arpino, de quien había leído La novicia, una de sus pocas obras traducidas al castellano.
Soriano se hizo periodista temprano
y sus primeras notas aparecieron en El eco de Tandil. Ya en Buenos
Aires escribió para las revistas Primera Plana y Confirmado y para los
diarios Noticias, El Cronista y La Opinión. En 1987, Soriano integró el
grupo fundador del diario Página 12, del que pasaría a ser una firma
principal hasta el final de su vida. El menemismo lo tuvo como cronista
estrella –no deseado– en el humor mordaz de la célebre sección “Llamada
internacional”, cuando desde las contratapas de ese diario contaba la
realidad argentina a la manera de un corresponsal extranjero que debe
explicarle el día a día de aquella década de frivolidad y manteca al
techo a su editor europeo.
Cuando ya era famoso, a la hora de
recordar sus primeros tiempos como periodista él contaba que su manera
de ganarse las notas era instalarse en la redacción, “estar ahí”, algo
que perfectamente podría asociarse a aquella famosa “prepotencia de
trabajo” de la que hablaba Arlt, uno de los grandes referentes de la
obra de Soriano. Como lo describió hace unos años Osvaldo Bayer, uno de
sus grandes amigos, Soriano era “un Arlt pero sin trastos alemanes.
Menos filosofía y más presencia. Un hombre del interior que aprendió muy
pronto a ser el mejor alumno de lo porteño”.
El conjunto de sus libros abarca siete novelas para adultos: Triste, solitario y final (1973), No habrá más penas ni olvido (1978; llevada al cine en 1983), Cuarteles de invierno (1980) -convertida en película en 1984-, A sus plantas rendido un león (1984), Una sombra ya pronto serás (1990; llevada al cine en 1994), El ojo de la patria (1992) y La hora sin sombra (1995). Escribió El negro de París, un libro para chicos, y se publicaron en vida cuatro libros con sus mejores crónicas periodísticas: Artistas, locos y criminales (1984), Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988), Cuentos de los años felices (1993) y Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996).
La historia argentina, el universo
del cine y la literatura norteamericana, el peronismo, más bien las
luchas intestinas del peronismo, que Soriano describía desde el ala
izquierda de ese movimiento, y los viajes por rutas desiertas como
metáfora de una búsqueda interior hacia la identidad son algunos de los
temas y obsesiones de su literatura. Su capacidad para los diálogos, su
economía discursiva y la aparente sencillez retórica lo convirtieron en
un autor amado por lectores que habitualmente se sentían excluidos de
los libros ya por falta de acción, sofisticación del lenguaje o
temáticas para minorías. Soriano se proponía ser leído, muy leído, y se
obligaba a poner entre paréntesis sus fobias con tal de obtener los
favores del público.
Le gustaba decir que sus
personajes, perdedores solitarios y melancólicos, eran “personas comunes
puestas en una situación límite”. “Quizás lo único que me propongo al
escribir es quitarle a la literatura cierta solemnidad que tiene. Me
importan los lectores, divertirme escribiendo y abrir un mundo que
mezcle la aventura con la política y el humor”, aseguraba. Le gustaba
decir también (aunque no era cierto), que tenía poca relación con la
crítica. Y digo que no era cierto porque estaba pendiente tanto de las
reseñas como de su lugar entre los académicos, algo que particularmente
lo obsesionaba.
“Vos estás segura de lo que vas a
hacer”, me dijo cuando en 1991 lo llamé para entrevistarlo en el
edificio de Puan, donde ya funcionaba la facultad de Filosofía y Letras.
Estaba aterrorizado, entendía que su popularidad y su éxito de ventas
eran grandes obstáculos para que la suya fuera considerada literatura
seria y sofisticada y estaba seguro de que los estudiantes de Letras lo
ignoraban y hasta lo despreciaban, pese a que, como recientemente
recordó Martín Kohan en una artículo de Perfil, la cátedra de Beatriz
Sarlo de literatura argentina había dictado un seminario sobre la obra
de Soriano en 1988. Regresando a aquella tarde de noviembre en la que
charlamos en un aula de la facultad, hubo entre 300 y 400 personas que
asistieron y lo escucharon contar cosas brillantes y divertidas. Y lo
aplaudieron y le llevaron ejemplares para que los firmara. Ese día dijo
“Yo camino por la cornisa de la literatura” y fue entonces cuando
enunció que si Bioy Casares era el número 10 del equipo nacional, él
podía aspirar a ser un buen 9. Y entonces explicó por qué cada uno de
ellos ya tenía adjudicado ese lugar desde la cuna: “Bioy se crió en un
ambiente en el cual las letras contaban para él desde que las aprendió, y
yo vengo de otro mundo en el que accedí a eso a la fuerza, como quien
atropella”.
Un autor logra colarse en el
corazón de la gente cuando consigue un estilo, cuando es posible
identificar escenas o lenguajes como propios de una obra y de un
apellido. Como cuando se menciona un lugar, Colonia Vela, y rápidamente
uno lo asocia a la obra de Soriano, por ejemplo, por ser el escenario de
varias de sus novelas, en una suerte de metáfora del país. Hay en
particular una frase famosa de No habrá más penas ni olvido que
fue tomada por la picardía popular y también por el personaje de
Gatica, en aquella gran película de Leonardo Favio: “Si yo siempre fui
peronista, nunca me metí en política”. Me gusta mucho otra, de Una sombra ya pronto serás,
que muestra en su esplendor la enorme capacidad de Soriano para decirlo
(y mostrarlo) todo en apenas unas palabras: “Era un pueblo chico. Toda
la comisaría estaba allí, en un Falcon viejo”.
Fuente: Infobae.
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